Durante los últimos meses, el CRP Moncayo ha estado inmerso en la preparación para participar en el XI Concurso de Relatos Cortos «Leonor Lorente». Dentro de esta actividad de redacción y creación literaria, la mayoría de personas participantes de Arcadia se animaron a presentar su relato corto al concurso. Como resultado, nuestra compañera Alicia Pérez Lozano resultó galardonada con el Segundo Premio del Certamen, por su obra «El botón rojo». 

El XI Concurso de Relatos Cortos «Leonor Lorente» está organizado por la Asociación «El Puerto» junto con el Centro de Día Romareda. Esta semana tuvo lugar la entrega de premios de esta XI edición del concurso, a cargo del presidente de la Asociación «El Puerto», Antonio Iguacen, y los escritores Julio Cristellys e Irene Vallejo, la cual nos transmitió «la importancia de no tener miedo a una hoja en blanco para poder expresar, ya que la escritura es libertad». Alicia Pérez recibió el premio en esta jornada donde también leyó un fragmento de su obra.

El Botón Rojo, por Alicia Pérez Lozano

El viejo Mateo vivía solo desde hacía muchos años. Su existencia transcurría envuelta en una gris rutina, como un eco monótono y perpetuo. Se despertaba a las seis en punto con el timbre agónico de su despertador, encendía la lámpara del dormitorio y se sentaba en el borde de la cama, mirando el suelo con una expresión vacía.

A las seis y diez, preparaba su café sin azúcar, como siempre: una taza pequeña, tibia y amarga. Lo bebía mirando el mismo rincón del comedor, donde una vieja fotografía de su difunta esposa colgaba torcidamente en la pared.

A las siete, leía el periódico con el ceño fruncido y, a las ocho, daba un paseo por el parque cercano, donde los árboles se alzaban como sombras inmóviles y el viento apenas susurraba entre las hojas. Volvía antes del mediodía, comía sopa fría y pan rancio, se echaba una siesta en su sillón desgastado y esperaba la noche, sentado junto a la ventana, viendo cómo las horas se deslizaban como sombras grises.

Así era su vida: interminable, insípida, inmutable. Un perpetuo invierno interior. Hasta aquel día.

Esa mañana, cuando fue a la cocina por más café, algo llamó su atención. Frente a él, sobre una pequeña mesa de madera —igual a la del comedor, pero colocada en un rincón que Mateo nunca había notado— reposaba un botón rojo. Brillante, casi pulsante, como una gota de sangre fresca. No había polvo sobre él, como si alguien lo hubiera dejado allí hacía apenas unos instantes.

Mateo se detuvo, frunció el ceño y alzó una mano temblorosa para rascarse la barbilla. No recordaba haberlo puesto allí. Ni tampoco haber visto jamás algo parecido.

De alguna manera, parecía algo importante, como si hubiera estado esperando ser encontrado. Lo miró unos segundos. El tiempo se estiraba en ese rincón vacío de la cocina, pero no lo tocó. Después de unos minutos de vacilación, volvió a su rutina, ignorándolo con el mismo desdén silencioso que había aprendido a poner en todo lo que lo rodeaba.

Hasta que, al cabo de unos días, el botón siguió allí. Y la sensación de que algo en su vida necesitaba cambiar también permaneció. Un día, sin pensarlo demasiado, fue a la cocina y lo presionó.

Nada sucedió.

Mateo soltó un suspiro, entre alivio y una pequeña decepción. Una risita nerviosa escapó de sus labios mientras subía las escaleras. Pero no pudo evitar una sensación extraña, como si, de alguna manera, algo hubiera cambiado. Tal vez en él. O quizás en todo lo demás.

Salió a la calle como cualquier otro día, pero algo parecía diferente.

El parque, que siempre había sido un lugar tranquilo, ahora parecía más ruidoso. Los niños, con sus carcajadas estridentes, rompían el silencio de forma extraña. Las ramas de los árboles se mecían con un vaivén que parecía no terminar nunca. El viento, que antes había sido suave y casi imperceptible, le rozaba la piel con una intensidad renovada. Y el olor a césped cortado le llegaba con una claridad desconcertante, casi como si fuera la primera vez que lo percibía.

Las baldosas del camino, antes alineadas con precisión casi quirúrgica, ahora se veían ligeramente desajustadas, como si alguien las hubiera colocado de manera apresurada. Mateo sintió que el camino ya no lo llevaba por la senda que conocía. Algo en él parecía haberse alterado.

Cuando llegó a la panadería, la dependienta le sonrió como siempre, pero esta vez algo en su mirada lo hizo dudar. Le entregó el cambio con una pequeña pausa, como si estuviera evaluando algo más en él. Mateo, desconcertado, salió sin entender del todo qué había ocurrido, pero con la sensación de que su mundo se había sacudido, aunque no pudiera precisar cómo.

Regresó a casa, el corazón un poco más acelerado. Los muebles estaban en su lugar, pero parecían más sólidos, como si de alguna manera se hubieran reconfigurado sin que él lo supiera. El espejo reflejaba su imagen, pero sus ojos —Mateo estaba seguro— brillaban de una manera extraña, como si estuvieran observando algo que él no alcanzaba a ver.

Se sentó en su silla habitual, tembloroso, y tomó un sorbo de café.

El líquido era exactamente igual al de siempre: tibio y amargo.

Pero a Mateo le pareció que sabía diferente.